domingo, 14 de junio de 2009

Destino Manifiesto

La doctrina del Destino manifiesto (en inglés, Manifest Destiny)
Es una frase e idea que expresa la creencia que los Estados Unidos de América (EE. UU.) está destinado a expandirse desde las costas del Atlántico al Pacífico, también usado por los partidarios, o para justificar, otras adquisiciones territoriales. Los partidarios del Destino manifiesto creen que la expansión no solo es buena sino también obvia (manifiesta) y certera (destino). Se ha comparado frecuentemente con la expansión no internacionalista del socialismo marxista, impuesta por Stalin en la Unión Soviética, con la que guardaría cierto paralelismo.
El origen del concepto del destino manifiesto se podría remontar por ejemplo hasta los primeros colonos y granjeros llegados desde
Inglaterra y Escocia al territorio de lo que más tarde serían los Estados Unidos. En su mayoría eran de origen puritano y protestantes.
Un ministro puritano de nombre
John Cotton, escribía en 1630:
Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a entablar, legalmente, una guerra con ellos así como a someterlos.
Para remitirse a orígenes de debates de apropiación territorial, como las que postula el
Planisferio de Cantino, es posible extenderse a los orígenes del término Destino manifiesto. Aparece por primera vez en el artículo Anexión del periodista John L. O'Sullivan, publicado en la revista Democratic Review de Nueva York, en el número de julio-agosto de 1845. En él se decía:
El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.
La segunda interpretación de O'Sullivan de la frase, se dio en una columna aparecida en el
New York Morning News, el 27 de diciembre de 1845, donde O'Sullivan refiriéndose a la disputa con Gran Bretaña por Oregón, sostuvo que:
Y esta demanda esta basada en el derecho de nuestro destino manifiesto a poseer todo el continente que nos ha dado la providencia para desarrollar nuestro gran cometido de libertad, y autogobierno.

martes, 9 de junio de 2009

capitales

Argentina Buenos Aires español Cristina Fernández
Belice Belmopán Inglés, criollo beliceño, castellano Reina Isabel II
Bolivia Español, quechua, aimara, guaraní Evo Morales Ayma
Brasil Portugués[1] Luiz Inácio Lula da Silva
Colombia Bogotá Español1 Álvaro Uribe Vélez
Chile Santiago de Chile¹ Español Michelle Bachelet Jeria
Costa Rica San José Español Óscar Arias Sánchez
Cuba La Habana Español Raúl Castro
Ecuador Quito Español1 Rafael Correa Delgado
El Salvador San Salvador Español Carlos Mauricio Funes Cartagena
Guatemala Ciudad de Guatemala Español Álvaro Colom
French Guiana Cayena Francés Nicolas Sarkozy
Honduras Tegucigalpa y Comayagüela[1] Español Manuel Zelaya RosalesPanamá Ciudad de Panamá Español Martín Torrijos Espino
Paraguay Asunción, Castellano, Guaraní Fernando Lugo
Perú Lima Español Alan García Pérez
Puerto Rico San Juan Español Inglés Barack Obama
México México, D. F. Español Felipe Calderón Hinojosa
Islas Malvinas Puerto Ingles Isabel II
REP. DOMINICANA Santo Domingo Español Leonel Antonio Fernández Reyna
NICARAGUA MANAGUA ESPAÑOL JOSE DANIEL ORTEGA SAVEEDRA
URUGUAY MONTEVIDEO ESPAÑOL TABARE VAZQUEZ ROSAS

VENEZUELA CARACAS ESPAÑOL HUGO CHAVEZ FRIAS.

NUESTRA AMÈRICA

Nuestra América

Publicado en: La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de 1891.El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.
Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas en la almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete legua! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.
A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¿Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.
Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.
En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se administra en acuerdos con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver.Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.
Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que habían izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota y potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.
Con los oprimidos había que hacer una causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen-, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.
Pero «estos países se salvarán», como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide «a que le hagan emperador al rubio». Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre la olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego de triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. «¿Cómo somos?» se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se echa por al hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.
De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encara y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.
No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

ENMIENDA PLATT

Enmienda Platt

Nombre por el que se conoce la ley de enmienda redactada por el senador de Estados Unidos Orville Hitchcock Platt, aprobada por el Congreso como rectificación al proyecto de ley sobre Apropiaciones del Ejército de 1901. Por ella se controlaban los empréstitos exteriores y los tratados que pudiera efectuar Cuba, el derecho a intervenir militarmente en la isla cuando lo considerara oportuno (lo hizo en 1906, 1912, 1917, 1920 y 1934, antes de su abolición) y la adquisición de bases carboníferas y navales en el litoral cubano (base de Guantánamo y en la isla de Pinos). Fue incluida en la Constitución cubana de 1901 y en el tratado que firmaron Cuba y Estados Unidos en 1903. Las protestas de los cubanos por la continua intervención estadounidense en sus asuntos internos, de claro matiz imperialista, provocaron varias renegociaciones del tratado que desembocaron en 1934 en la derogación de la Enmienda Platt.

DOCTRINA MONROE

Doctrina Monroe

Declaración que recoge los principios de la política exterior de Estados Unidos con respecto a los derechos y actividades de las potencias europeas en el continente americano, expuesta por el presidente James Monroe en su comparecencia anual ante el Congreso de Estados Unidos el 2 de diciembre de 1823, y que llegó a ser la base de la política aplicada por ese país respecto a Latinoamérica. No fue respaldada por ninguna legislación aprobada por el Congreso ni ratificada en el Derecho internacional, por lo que inicialmente se la consideró tan sólo como una declaración política. Cuando su aplicación y popularidad aumentaron en Estados Unidos, a partir de 1845 fue elevada a la categoría de principio, siendo específicamente denominada Doctrina Monroe.

DECLARACION ORIGINAL

Monroe afirmó en sus dos discursos más relevantes que las potencias europeas no podían colonizar por más tiempo América, y señaló que éstas no deberían intervenir en los asuntos de las recientemente emancipadas repúblicas latinoamericanas. Previno a los estados europeos contra cualquier intento de imponer monarquías en las naciones americanas independientes, pero añadió que Estados Unidos no emprendería ninguna acción en las colonias europeas existentes ni en la propia Europa. Este último punto confirmaba las ideas expuestas por George Washington en su discurso de despedida presidencial de 1796, en el que recomendaba encarecidamente que Estados Unidos no entablara complicadas alianzas en política exterior.
Al marcar de este modo la diferencia entre Europa y América, Monroe subrayaba la existencia de unos intereses americanos y, más concretamente, estadounidenses. Rechazaba las monarquías europeas como sistema político, consideraba que ninguna nación americana lo adoptaría y que su presencia en el continente americano pondría en peligro la paz y seguridad de su joven nación. Asimismo, exponía que únicamente Estados Unidos estaba destinado a completar la colonización de los territorios vírgenes de Norteamérica.
A pesar de la determinación que se desprende de estas afirmaciones, Monroe no disponía de medios que aseguraran la aplicación de sus ideas, aunque sabía que Gran Bretaña, con su poderosa Armada, también se opondría a que Europa interviniera en la lucha a favor de España, que deseaba recuperar sus dominios americanos.

LA EVOLUCION DE LA DOCTRINA MONROE DURANTE EL SIGLO XIX

La Doctrina Monroe no tuvo gran repercusión en Estados Unidos hasta la década de 1840, cuando el presidente James Knox Polk la aplicó para justificar la expansión territorial estadounidense. Recurrió a ella en 1845 como respuesta a las amenazas británicas en California y Oregón, y a los intentos de Francia y Gran Bretaña para impedir que Estados Unidos se anexionara Texas. Polk advirtió en 1848 que si Europa intervenía en la zona mexicana de la península de Yucatán, Estados Unidos conquistaría esta región. A pesar de que Polk aplicó la doctrina, cuya popularidad aumentó durante la década de 1850, la Guerra Civil estadounidense hizo disminuir enormemente su eficacia en la década siguiente; por este motivo, la reconquista de la República Dominicana por parte de España (1861) y la intervención de Francia en México (1862-1867) apenas encontraron resistencia.
Esta política adquirió un nuevo significado durante las décadas de 1870 y 1880. Amparándose en ella, Estados Unidos prohibió la cesión de territorio americano entre potencias europeas y se arrogó el derecho a controlar con exclusividad cualquier canal que comunicara el océano Atlántico con el Pacífico a través de Centroamérica. Esta última reivindicación fue reconocida por Gran Bretaña mediante el Tratado Hay-Pauncefote (1901). El gobierno estadounidense interpretó esta doctrina en un sentido más amplio cuando el presidente Stephen Grover Cleveland presionó con éxito a Gran Bretaña en 1895 para que sometiera a arbitraje la disputa sobre límites fronterizos entre la Guayana Británica (la actual Guyana) y Venezuela.
LA DOCTRINA MONROE EN EL SIGLO XX

En 1904, el presidente Theodore Roosevelt sostuvo que Estados Unidos podía intervenir en cualquier nación latinoamericana culpable de actuar incorrectamente en su política interior o exterior. El corolario de Roosevelt a la Doctrina Monroe justificó nuevas injerencias estadounidenses en los estados del Caribe durante el mandato de los presidentes William Howard Taft (1909-1913) y Thomas Woodrow Wilson (1913-1921).
En las décadas de 1920 y 1930, Estados Unidos aplicó este criterio con más moderación, favoreciendo la realización de acciones conjuntas con otras repúblicas americanas. Este énfasis en el panamericanismo se mantuvo durante la II Guerra Mundial y la posguerra, cuando se firmó el Acta de Chapultepec (1945), que afirmó la ayuda mutua entre los países americanos frente a cualquier vulneración de su soberanía por un Estado no americano, lo que fue ratificado en el Tratado de Río de Janeiro (1947), en el que se afirmaba que atacar a una sola nación americana equivalía a atacar a todas. La creación de la Organización de Estados Americanos (1948) tenía como objetivo poner en práctica la Doctrina Monroe a través del panamericanismo. No obstante, argumentando el temor a que el comunismo se extendiera por Latinoamérica, Estados Unidos emprendió acciones unilaterales contra Guatemala (derrocamiento del presidente Jacobo Arbenz Guzmán en 1954), Cuba (fracaso del desembarco de bahía de Cochinos en 1961), República Dominicana (apoyo a Joaquín Balaguer en 1965), Chile (contribución al derrocamiento de Salvador Allende en 1973), Granada (invasión de la isla en 1983, tras el golpe de Estado que había destituido al presidente Maurice Bishop), El Salvador y Nicaragua (respaldo al Ejército salvadoreño, en su lucha contra las guerrillas, y a la contra nicaragüense, que se enfrentaba al gobierno sandinista, en la década de 1980) sin consultar con sus aliados latinoamericanos. Aunque sin el aliento moral de los principios promulgados en la Doctrina Monroe, en 1989 y 1994 tuvieron lugar dos nuevas intervenciones militares de Estados Unidos en países latinoamericanos. En 1989, tropas estadounidenses invadieron Panamá para detener al dictador Manuel Antonio Noriega, acusado de narcotráfico por tribunales estadounidenses. En 1994, en cumplimiento de una resolución de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), fuerzas militares de Estados Unidos invadieron Haití, para restablecer en el poder al derrocado presidente Jean-Bertrand Aristide.

REPERCUSION
La Doctrina Monroe ha tenido una considerable repercusión como elemento característico de la política exterior de Estados Unidos y ha encontrado un gran respaldo en ese país, debido a que favorecía sus intereses. Sin embargo, Estados Unidos la ha enarbolado en ocasiones para justificar su injerencia en los asuntos internos de otras naciones americanas, al no establecerse en la formulación original una distinción clara entre los intereses de Estados Unidos y los de las naciones vecinas. La creciente intranquilidad que ha generado en este país la inestabilidad de los regímenes latinoamericanos motivó que estas intervenciones hayan sido frecuentes y polémicas a lo largo del siglo XX.
Desde la misma época de su manifestación, la Doctrina Monroe fue ampliamente rechazada, tanto por los gobiernos como por las fuerzas políticas de la mayoría de los países latinoamericanos, que entendieron perfectamente los intereses que se escondían tras su formulación. A mediados del siglo XIX, el presidente mexicano Benito Juárez expresó su famoso apotegma, que todavía se enseña en muchas escuelas de México y Latinoamérica, enunciado como respuesta a Monroe: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.